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La luz de enero apaga las velas de la noche con la lentitud del amante enredado en las sábanas del placer, enciende el día penetrando con las candelas en la cueva de la noche. Amaneció la claridad pisoteando la nicotina de las tinieblas.
Bárbara se despierta con dos piernas y un solo corazón, sabe que puede echarse a andar y mojar el tic-tac en el café de los sueños de la mañana. Mientras los primeros rayos de sol juguetean con su cuerpo desnudo, ese que siempre se entrega a la noche con el único abrigo de su piel, piensa que hoy prescindirá de la sacarina de sus amaneceres y de sus tardes. Dos terrones de azúcar serán suficientes para absorber las pesadillas de quien osa aventurarse en los dominios de la noche. Y mientras los diluye con movimientos circulares de su cucharilla, ve sus ojos reflejados en el café, amarrados al tiovivo del amanecer que gira frenéticamente para solo intentar llegar al punto de partida. Energía concéntrica del ser humano.
Rebelándose a la ley de la gravedad, se levanta de su sofá y sus pasos la llevan al alfeizar de la ventana. Sus pies se enredan con alguna serpentina de colores de la noche pasada que aún quiere anclarla en el tango añejo y sin acordes del año pretérito, pero improvisa un vals que se convierte en concierto de año nuevo. Y la melodía de un piano huérfano de manos comienza a sonar. Sube la persiana del salón entregándose como amante sumisa a esa luz de enero que comienza a rozar las extremidades inferiores de su cuerpo y sigue izando la persiana a su antojo, lentamente, notando como esa luz va subiendo por su cuerpo a medida que ella lo va decidiendo al tirar de la cinta elevadora de la persiana. Y cuando la luz llega a sus ojos, sabe que el sol de enero se ha enamorado de las esquinas del mar de su cintura. Los besos del alba nunca engañan.
Bárbara mira con su desnudez la maceta del alfeizar. Sus ojos rasgados esbozan una triunfante sonrisa: en la tierra de la noche han amanecido los labios blancos y rojos de esa flor, esa que se escondía tras la semilla que había depositado unos días antes entre el aroma de la lluvia y las huellas de la arcilla. En el cementerio de la tierra de los recuerdos habían brotado los pétalos aterciopelados de la ilusión. La vida es once campanadas antes de nacer una flor.